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martes, 13 de diciembre de 2011

Antología de poesía española actual sobre Ulises y su mito

JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD (Jerez de la Frontera, 1926)

Fábula

Nunca serás ya el mismo que una vez
convivió con los dioses.
Tiempo
de benévolas puertas entornadas,
de hospitalarios cuerpos, de excitantes
travesías fluviales y de fabulaciones.
Tiempo magnánimo
compartido también con semidioses
errabundos y hombres de mar que alardeaban
del decoro taimado de los héroes.
Qué ha quedado, oh Ulises, de esa vida.
La historia es indulgente, merecidas las dádivas.
Los dioses son ya pocos y penúltimos.
Justos y pecadores intercambian sus sueños.

FRANCISCA AGUIRRE (Alicante, 1930)

Ítaca

¿Y quién alguna vez no estuvo en Ítaca?
¿Quién no conoce su áspero panorama,
el anillo de mar que la comprime,
la austera intimidad que nos impone,
el silencio de suma que nos traza?
Ítaca nos resume como un libro,
nos acompaña hacia nosotros mismos,
nos descubre el sonido de la espera.
Porque la espera suena:
mantiene el eco de voces que se han ido.
Ítaca nos denuncia el latido de la vida,
nos hace cómplices de la distancia,
ciegos vigías de una senda
que se va haciendo sin nosotros,
que no podremos olvidar porque
no existe olvido para la ignorancia.
Es doloroso despertar un día
y contemplar el mar que nos abraza,
que nos unge de sal y nos bautiza como nuevos hijos.
Recordamos los días del vino compartido,
las palabras, no el eco;
las manos, no el diluido gesto.
Veo el mar que me cerca,
el vago azul por el que te has perdido,
compruebo el horizonte con avidez extenuada,
dejo a los ojos un momento
cumplir su hermoso oficio;
luego, vuelvo la espalda
y encamino mis pasos hacia Ítaca.
El viento en Ítaca
Sentada ante su bastidor, ella fue dueña
del lentamente desastroso Imperio de los días.
Sus manos la pesada tarea asumieron
y una constancia más fuerte que el cansancio
junto a ella se sentó.
(Frente a la terquedad de su dedos fabriles
el mar entonces fue sólo una gota mesurable
y el horizonte un mirador en torno a Ítaca.)
Un viento de regreso silbó una madrugada:
despertar fue asomarse a un campo de batalla asolado.
La luz fue descubriendo la figura sentada
que acariciaba compasivamente la tela dactilar,
su patrimonio de trabajo y de horas,
sus madejas de canas.
(Una costumbre de quietud
y una tristeza como un perro a sus pies
la rodearon de silencio.)
Lejos resonaba la voz, la voz de Ulysses.
Frente a su bastidor, desesperadamente,
ella intentaba recordar un nombre,
sólo un nombre:
el que gritaba Ulysses por las calles de Ítaca.

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN (Barcelona, 1939 – Bangkok, 2003)

ULISES

El cuerpo de ella se hizo tierra
en mil novecientos cuarenta y seis
antes él hizo la guerra, perdió la guerra,
huyó por las montañas
después la cárcel
volvió al Vallés y se hizo amigo
de un teósofo libertario y de un abogado
retirado y viejo que le escribe con frecuencia
muchos, muchísimos ánimos
de vez en cuando hace gimnasia en el patio,
resuelve complicados problemas de aritmética,
nos habla de violentos safaris de tomillo
y romero, del agua clara junto al camino
o nos increpa por el turbio asunto —nada claro—
del boicot a las comunidades del Bajo Aragón
—hoy se lo han dicho—
le han condenado a cinco años
y ya no caben más canas en sus cabellos blancos
después ha hecho gimnasia
ha resuelto algún problema de aritmética
ha contemplado el vuelo de unos pájaros
hacia el oeste
ha sido entonces
ha sonado la trompeta y se ha echado a llorar.
Nunca desayunaré en Tiffany...
Nunca desayunaré en Tiffany
ese licor fresa en ese vaso
Modigliani como tu garganta
nunca
aunque sepa los caminos
llegaré
a ese lugar del que nunca quiera
regresar
una fotografía, quizá
una sonrisa enorme como una ciudad
atardecida, malva el asfalto, aire
que viene del mar
y el barman
nos sirve un ángel blanco, aunque
sepa los caminos nunca encontraré
esa barra infinita de Tiffany
el juke-box
donde late el último Modugno ad
un attimo d'amore che mai piu ritornera...
y quizá todo sea mejor así, esperado
porque al llegar no puedes volver
a Itaca, lejana y sola, ya no tan sola,
ya paisaje que habitas y usurpas
nunca,
nunca quiero desayunar en Tiffany, nunca
quiero llegar a Itaca aunque sepa los caminos
lejana y sola.

CRISTINA PERI ROSSI (Montevideo, 1941)

El regreso de Ulises a la patria

Regresar es morir un poco.
Las noches de luna muy clara
- cuando todo tiende a la esfericidad -
no puede dormir.
La excesiva calma que irradian las cosas
le parece un mensaje a descifrar
cuyo sentido último sería, quizá,
imposible de resistir.
Hunde entonces el remo en la arena
y vitupera a los dioses.
Los médicos de la nave le aconsejan reposo.
En sueños habla de ambiguas seducciones
donde quien arrojó la red fue finalmente
el atrapado y del rumbo de las estrellas fugaces.
Despierta e, inquieto, ordena
despejar la nave.
Sea como sea, está seguro
de que esa luna intensa,
brutal,
lo mira demasiado.
CARLOS CLEMENTSON (Córdoba, 1944)
El viajero
Ha venido esta noche.
El perro había ladrado por un rato en la sombra,
y luego extrañamente se calló en el silencio.
Pobre y casi desnudo, el mar había labrado
hondos surcos de tiempo sobre su enjuto rostro
de marino o pastor, quemado por los soles,
y dejado en sus párpados un rojor de salitre.
Nadie le conocía. Quizá estuviera loco.
En su delirio hablaba de sirenas y monstruos
de un solo ojo enorme, de héroes y de naufragios,
de aventuras horribles en las que él tuvo parte.
Decía que en un tiempo él fue rey de esta isla.
Aquí ni a los más viejos les sonaba su nombre.
Quizá no fuera nadie:
el viento que del mar sopla en las largas noches.
Se ha vuelto con las sombras.

JUANA CASTRO (Córdoba, 1945)

Lotófagos

Amsterdam,1998
A mediodía, por el aire, pasa
el ángel mudo de los inmigrantes. Todo
se alza y es un vaho
de pan recién cocido con aroma
de flores. En los barrios, los tranvías,
las ventanas y el metro, cada inmigrante compra
su flor de cada día y una
ración de pan. Pan moreno, pan alto,
pan blanco, pan rubio, de centeno o del sur.
Cada inmigrante huele
su pan de cada día mientras muerde, una a una
las irisadas migas
de su ración de flor.

ANTONIO TELLO (Villa Dolores, Argentina, 1945)

Odiseo

Escribo.
Anudo palabras para conjurar el olvido.
El mar. El olvido es el mar,
la líquida circunstancia del tiempo,
y la memoria, esa borra de luz que dejan los días,
acaso una isla, Ítaca, por ejemplo.
Navego a Ítaca.
Atado al mástil atravieso el laberinto
de voces que brillan y mudan de sentido.
Odisea bajo las estrellas.
Extraño del mundo, su grito crece a la deriva:
¿Dónde está Ítaca?
¿Dónde está la tierra que me nombra?
¿Dónde está la palabra que habito?
Escribo.
Con un hilo de voz coso
la trama que me sustenta:
Odiseo enamorado de las sirenas
y, sin embargo, sujeto
al índice al cual se anudan las palabras,
a su nombre, al tiempo,
tejido y destejido a la distancia.
En Ítaca … [escribo]

FRANCISCO BEJARANO (Jerez de la Frontera, 1945)

Ulises

El peregrino solitario vuelve
después de haber ganado un mundo propio.
Por el camino de albariza llega
hasta su casa, pero ya no es suya,
ni ha salido su perro a recibirlo
hasta morir al verlo de alegría.
Tanto tiempo empleó ganando un reino
que el reino que dejó se fue en el tiempo.
Fue el dueño de estos campos, fueron suyos
los almendros en flor, las amapolas
bajo el aire de marzo, los arroyos
de las lluvias tempranas del otoño.
- ¿Y nada es mío ya? ¿De dónde vienes
buen peregrino? - De ninguna parte,
pues todo estaba aquí. Lentos sus pasos
en silencio desandan el camino.

MIGUEL D’ORS (Santiago, 1946)

Ulises navegando

Distanciada por años y batallas
y estratagemas y navegaciones,
Ítaca se diluye en la memoria
de Ulises, que en la popa, pensativamente
mira el efímero recuerdo
de espuma que la nave deja al mar.
Se van desvaneciendo las murallas
de la ciudad, los templos soleados,
aquel dorado olor de la vendimia;
los rostros frecuentados están ya
descompuestos en ojos, y sonrisas
y pómulos confusos, que no logra
agrupar su memoria.
Ítaca apenas
es algo más que un nombre; sólo un nombre
en el que la esperanza se encastilla.

JAVIER SALVAGO (Sevilla, 1950)

Ulises

Como cuando, de niño, volvía al internado
tras el sueño feliz y libre del verano,
se despierta cansado, de mal humor, con ese
viejo regusto a estafa. Desayuna y enciende,
entre molestas toses, el primer cigarrillo
—le hace daño, lo sabe, lo tiene prohibido,
pero se dice de algo hay que morir—. Qué importa
un poco de veneno más, si la vida es corta,
por mucho que se estire, y está ya envenenada.
La vida, este inútil trabajo, esta batalla
a muerte y sin descanso, que le obliga a lanzarse
un día más, sin ganas ni ilusión, a la calle.
Ante sí, otra mañana, calcada, repetida,
agobiante y penosa como una cuesta arriba,
que hay que salvar. Lo mira con desdén la portera.
Un vecino lo esquiva..., mejor. Mientras espera
el autobús o un taxi, le asalta la pregunta
de siempre, inevitable: «¿qué hago aquí?». Sin duda,
nada, o apenas nada que merezca el esfuerzo.
—Por momentos, envidia esa paz de los muertos.—
Se eterniza el camino en múltiples atascos
que son como la imagen a escala del gran caos
de este final de siglo, febril y cambalache,
que oculta sus miserias con elegantes trajes
y juguetes de lujo. Con fingido entusiasmo,
lo recibe un colega al llegar al despacho.
Se acomoda y reanuda el trabajo pendiente.
«A las doce —le anuncian— reunión con el jefe.»
Redactar un proyecto, escribir unas cuñas
para un nuevo producto de belleza, que nunca
podrá lograr que nadie sea más bello por dentro
ni más feliz, por más que nos prometa sueños.
El tedio de mentir, el asco de saberse
cómplice de este burdo rey Midas que convierte
en mercancía todo lo que tocan sus manos.
Mas el banco no espera —se cobra lo prestado,
con usura y con creces—. La trampa es tan grosera
que sueña echarse al monte, pero ya no es quien era.
Consulta su reloj. Entre una cosa y otra
—reuniones, proyectos— va llegando la hora
de comer. Se despide hasta luego. En un chino,
ante un plato de arroz tres delicias refrito
y una ensalada china, le sigue dando vueltas
al tema de la vida malgastada. Comprueba,
al apurar su taza de té, que es el segundo
paquete el que estrena. Total, la vida es humo.
Le queda tiempo aún para estirar las piernas
antes de proseguir. Un canto de sirenas
lo llama desde un cutre salón recreativo
y entra al trapo, sabiendo de sobra que es un timo.
Sólo para tentar su suerte o sentir algo,
un poco de emoción, como quien bebe un trago,
se deja seducir por una tragaperras
que, al cabo, le confirma que todo es una mierda.
En fin, otra razón de más, otro motivo
para pensar en serio en un remate digno,
pero la vida, astuta, sabe jugar sus cartas;
hacerle eso a su hijo sería una putada.
Hay que seguir. La tarde no ofrece nada nuevo:
proyectos, reuniones... En resumen, el tedio
de mentir, de saberse cómplice del mercado,
Polifemo insaciable que nos va devorando.
Sobre las nueve cierra su ordenador. Acaba,
hoy como ayer, un día idéntico a mañana.
Opta por desandar, paseando, el camino
de regreso. La noche lo tienta con sus brillos,
con sus archisabidas promesas, que desoye
porque, por experiencia, sabe ya lo que esconden.
Una atractiva joven se le acerca y le pide
fuego... Quizás podría..., pero no se decide
a dar el paso. No, no está para esos juegos
que exigen entusiasmo, dedicación y un cierto
grado de confianza en uno y en su hombría
—bastante quebrantada, sin moral, distraída
con otras obsesiones—. Cruza el centro, rumiando,
en soledad ruidosa, lo absurdo de su estado.
Mientras la juventud, en los bares de moda,
se agita y bulle, pasa pensando en otra época,
en noches de aventura y deseo, interminables;
sabía allí la vida a lo que ya no sabe.
Ensimismado y lejos de todo, con su exilio
interior, llega a casa, cansado. Ya su hijo
duerme. Le deja un beso en la frente y se queda
a su lado un instante. En el salón, lo espera
su mujer. Se saludan con frialdad. —Su rostro
presagia la tormenta; se masca mar de fondo.—
Sin apartar los ojos de su labor, pregunta,
seca: «¿Qué has hecho hoy?» En la tele se anuncia
la panacea de todos los males. Le responde:
«Trabajar.» Ella dice que eso ya lo supone,
«pero ¿en qué?». Demasiado... ¿Cómo contar la nada,
el tedio, la rutina, la relación forzada,
forzosa?... «¿No comprendes que me paso los días
sola, que necesito que llegues y me digas
que existo y que te importo?... Estoy sola, ¿lo entiendes?»
Lo entiende, pero ¿y ella? ¿Comprende que la gente
no acompaña?... Se lanzan mutuamente reproches,
como dos enemigos defienden posiciones
encontradas, se dicen lo que tal vez no sienten,
sólo por humillarse, sólo por defenderse.
Sin control, la tormenta va subiendo de tono,
gritan, se desesperan, se amenazan... Y todo
¿por qué?, se lo pregunta más tarde, cuando ella,
llorando, se retira a la cama. ¿No era
esto lo que esperaba todo el día, el momento
de regresar a casa, a su isla, a su centro,
olvidarse del mundo, de sus trampas y pompas,
cerrar la puerta a todo, al menos unas horas?
De mal humor, nervioso, enciende un cigarrillo,
el último. Se lava los dientes, cierra grifos
y cerrojos, se pone el pijama y se acuesta.
Ella nota su roce y se da media vuelta.
Bastaría decir perdona, mas ninguno
de los dos quiere dar por perdido ese pulso
—tendrían que sentirse culpables, para ello,
y no hay culpables, sólo víctimas del enredo—.
Como dos enemigos, con sus dos soledades
de espaldas, se vigilan por si acaso uno hace
un gesto que propicie el encuentro, el abrazo,
la paz que ambos desean..., pero esperan en vano.
Lo que llega es el sueño, como una dulce tregua
de libertad, el sueño, la muerte por entregas.

TERESA ORTIZ (Madrid, 1950)

Ítaca

Tal como prometió ha vuelto el rey de Ítaca.
Ha sido un largo viaje.
Por ti desafié la ira de los dioses.
Atrás quedaron tierras, caricias de otros brazos.
La música más bella que un mortal escuchara.
Hoy brilla el mismo sol en este hermoso cielo
que iluminó violento los días de mi dicha.
Bajo él vi muchachos que luego fueron hombres.
- Ambición y codicia cambiaron sus miradas
como cambian al mar el viento y las tormentas.-
Y aunque rogué a los dioses no ver esta mañana
de nada me ha servido.
Cumplido he mi destino: de mi astucia y mi fuerza
guardarán fiel recuerdo los hombres y los mares.
Todo valió la pena pues me esperaba Ítaca.
Mas Ítaca eras tú, mi prudente Penélope
que guardaste mi casa, defendiste mi hacienda.
Quien osó despojarnos lo pagó con la vida.
Al igual que esta tierra he sido sólo un sueño.
Demoré cuanto pude tu estancia lejos de ella.
Yo fui Circe, Nausícaa… Ítaca no existió.
Tu vuelta me condena, al reino de las sombras.
Muertos los pretendientes ya todo es como antes.
Nada importa si el tiempo dejó huella en tu rostro.
Para mí serás siempre aquella que me espera,
tejiendo mi regreso.
¿Los pretendientes, dices?… Soy demasiado vieja.
Casi no te recuerdo y nunca esperé a un héroe.
Sí, mi nombre es Penélope.

JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN (Cáceres, 1950)

Odisea

Hay una casa abierta con balcones dorados
y mujeres que venden el placer.
Hay un perro a la puerta de la casa
y hay un hombre que viene de muy lejos.
Pronto será de noche. Ulises, muy cansado
manda callar al perro y sigue su camino.

JUAN ANTONIO OLMEDO (Málaga, 1951)

Arrepentido Ulisesç

Creyéndolos humanos privados de su imagen
te rogué que les dieras su primitiva forma,
el eco de las risas, el sabor de las lágrimas,
el gozo de la amable conversación nocturna
brillando como hoguera que el temor ahuyentaba.
No quiero haber expuesto tantas veces la vida,
que el dolor hizo larga, para ver en sus ojos
dibujarse la burla o escuchar sus engaños.
Devuélveles, oh Circe, sus figuras de cerdos.

HERME G. DONIS (Valladolid, 1951)

Nadie

Quizá haya sido alto, rubio, libre,
quizá moreno, torpe y orgulloso como un Cíclope,
quizá un hombre sin patria, sin edad,
quizá un sueño, una sombra que desde siempre
vaga por los puertos en un ir y venir
más eterno que el mar y mira con tristeza
el horizonte del que surgen los barcos
que llegan de otros pueblos, que traen
costumbres de geografías distintas,
la luz y la angustia de quien vivió
por tantos mares luchando por salvar
y salvarse, por abordar costas
deseadas, días felices sin retorno.
Quizá este marinero viejo y cansado
que en un puerto cualquiera
se acerca despacio a pedir
tabaco a los turistas
sea quien dice cuando al conseguir
un cigarro enseña una moneda
de cincuenta dracmas
con la efigie de Homero,
y salpicada de jergas balbucea
la historia increíble
de que fue ese cabrón quien le hizo
volver con Penélope:
Estaba contento cuando me sentía
más pequeño que un guijarro
frente a las tempestades, nadie,
mas me subleva ser nada aquí en tierra,
ahogarme en el vaso de vino que bebo cada día.
Nosotros sonreímos, le damos más tabaco
y nos alejamos con la anécdota
bien anclada a los recuerdos del viaje.
Pero entre la realidad y los sueños,
algunos días creo que esa moneda
con la efigie de un anciano
que guardo entre mis cosas
me la dio el propio Ulises.
Sus ojos eran nostalgia.
En la orilla, sin la esperanza de otro naufragio,
un clamor de mar los devoraba.

JOSÉ LUIS PUERTO (Salamanca, 1953)

Somos Penélope que espera
En Ítaca al Ulises que soñamos.
Tejemos ilusiones en el cénit,
Al ocaso la vida destejemos.
Somos tal vez la mueca de los dioses,
Cualquier siniestra burla del Olympo.
Y ese porquero anónimo, inconsciente,
Lo reconocerá, mientras nosotros
No sabemos que llega.
* * * * * * *
En los andenes, el tumulto,
El tráfago inmediato de las gentes,
Ese ligero pálpito en la sangre,
Anuncia imperceptible
Una llegada próxima.
Tal vez el propio Ulises
Arribe a nuestra casa,
Tras larga, accidentada peripecia,
A habitar entre nosotros.

MARINA AOIZ (Tafalla, 1955)

Penélope y su mudanza


¡Ay, Ulises, cómo duelen
los silencios del agua!
Besa el sol una caracola
abandonada en la playa.
En su espiral
se enredan cada tarde
las sombras de tu ausencia.
Cuando otros brazos
te hacen la noche menos larga,
crece mi tela de araña.
Yo bebo una pócima amarga
y las espinas de mis dedos
destejen la distancia.
Ulises, qué dolorosos
los silencios del agua.
II
He representado mi papel con dignidad.
Abandonado entre las matas de ilagas
el vestido de seda salvaje,
el de Mujer Araña. Ahuyento a pedradas
La caterva de sarnosos pretendientes.
¡Al fin libre! Ya no espero nada.
Ni a nadie.
La tarde lame mi piel salada.
Ser sola es mi auténtica Odisea.

AMALIA IGLESIAS SERNA (Palencia, 1962)

ítaca no existe

Tres vueltas de llave y un olor a silencio,
la luz súbitamente estrangulada en el lecho sin fondo
y la humedad de quince o más otoños
y esta locura
y esta oscura gangrena de embriagada penumbra,
tres o cuatro macetas con esquejes de olvido
o esa vela gastada en noche de tormenta.
Las puertas columpian el llanto de sus goznes.
Hace ya tiempo que no hay golondrinas al borde del tejado.
Asciendo lentamente
aquella escalera de los sueños freudianos,
subo a los altares mínimos
de mi propia insuficiencia.
¡Cuánto ayer empozado,
cuánta breve mortaja,
cuánto leve recuerdo!
Sobre la cal de esta pared escribo un verso:
He regresado y nada me esperaba.
Quizá se vuelve como a la patria o al padre
con un algo de herida
y esa ansiedad de no reconocerse en los viejos espejos.
Quizá se vuelve tarde,
se vuelve ya sin tiempo.
Desde el suelo
una muñeca muerta me contempla,
-una muñeca serenamente muerta-
Me alejo
con la desagradable sensación de haber profanado
una tumba.

BEATRIZ HERNANZ (Pontevedra, 1963)

Yo no puedo ver la extraña melancolía de tus manos.
- Quién le pone espuelas a la noche,
quién le roba los sueños al destino,
quién ofrece más heridas a la muerte -.
Penélope
trenza lenta un manantial de esperas,
convida al sueño con la sal de su silencio.
Y la piedra,
arrugada de quietudes,
condenada en la línea del horizonte,
dice aquí estoy, sola,
no me caben más caballos en el pecho.
Tal vez pronuncie su nombre,
intransigente, la marea.
Penélope,
con el suelo desolado,
inhabitable del reloj,
disfrazada de un galope de latidos,
ha huido.
Se abrió también la noche en sus manos de silencio.

FEDERICO J. SILVA (Las Palmas, 1963)

mensaje en una botella
no regreso penélope
no vuelvo a ti
amada en otro tiempo penélope
a tu fatal hilado
a tu devanar infernal
aquí me trajo el viento
benévolo y el oleaje
de los dioses indulgentes
aquí de nada carezco
lo que te di tuyo es
aquí ungido me veo por aceite
y con perfumadas vestiduras
aquí me dan palabra
de inmortalidad juventud
purpúreo néctar ambrosía
mejor café
ella divina entre las diosas
de elevado espíritu
superior a ti en semblante
y en su talle
me lleva a sus ocultos aposentos
me introduce en la profunda cueva
encontramos en el amor contentamiento
y no padezco soledad de ti.

JOSÉ LUIS PIQUERO (Mieres, 1967)

Fotografía

Me estás robando el alma mientras me haces la foto
y con cada disparo fabricas un cadáver.
¿Dónde estarán mi tiempo
y mi respiración y la inconsciencia
con que se mira el mundo, si miro a un asesino?
Posar para una foto es simular la vida
Y la casualidad.
Quien esté en el papel no seré yo
sino mi fingimiento y tu versión de los hechos.
Tú eres bueno en tu oficio.
Yo engaño al Cíclope y me llamo Nadie.

ILYA U. TOPPER (Almería, 1972)

Mito

Tuve una infancia bajo el sol de las hespérides
donde ningún hércules supo nunca llegar.
Fui príncipe y habitaba un palacio de cristal.
Vigilaban mis pasos las hijas del viejo océano
y con todos los dioses me tuteaba.
A la edad de oro y de la inocencia
aprendí a maldecir y quise conquistar Troya.
Me llamé Ulises y navegaba los mares
en pos de una isla flotante que siempre se desvanecía
y que llevaba el nombre extraño de Penélope.
Hoy me he refugiado en los fangos del oscuro Erídano
y aguardo la llamada del dios de la muerte.
No pagaré a Caronte, siempre he viajado de polizón
y la última moneda me la gasté en echar cara y cruz.
El río del olvido estoy dispuesto a cruzarlo a nado.

SILVIA UGIDOS (Oviedo, 1972)

Circe esgrime un argumento

Si regresas Ulises
encontrarás allí en Ítaca una mujer cobarde:
Penélope ojerosa
que afanosa y sin saberlo
le teje y le desteje una mortaja
al amor. Ella pretende
aferrarse y aferraros a lo eterno.
Si regresas,
hacia un destino más infame aún
que éste que yo te ofrezco
avanzas si vuelves a su encuentro.
Más enemigo del amor y de la vida
que mis venenos
es vuestro matrimonio, vil encierro.
Quédate Ulises: sé un cerdo.

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